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La filosofía de la mina antipersonal para cuidar el antejardín

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Rejas con puntas, rieles con esquinas hacia la calle y latas con vidrios en los dinteles son un pequeño ejemplo del sinnúmero de trampas y barreras arquitectónicas con las que nos topamos a diario en el espacio público y privado de nuestras ciudades, unas con señalización y otras sin nada pero todas ante la mirada cómplice de las autoridades que hacen poco por evitarlo. Esta es la historia de mi reciente encuentro con esta indolente filosofía de la mina antipersonal en el hermoso municipio donde pasé mis primeros días de vida, La Ceja del Tambo.

Fui a llevar a un cerrajero que se encontraba realizando un trabajo en mi finca. Al llegar a su taller y acercar mi auto a la acera para que pudiéramos descargar sus herramientas, sentí el sonido de una llanta que se desinflaba rápidamente. Mi carro se detuvo y al bajar descubrí, con una mezcla de rabia y asombro, unos rieles ubicados junto al filete de la acera de la casa vecina, a la altura perfecta para romper las llantas y no ser vistos por los conductores. Un letrero al pie de la puerta de la casa rezaba: Camilo Naranjo, abogado IUE y su teléfono.

Debía tratarse de un error ¿Cómo podía ser posible que alguien a quien le han enseñado el valor de la ley por encima de las vías de hecho fuera a hacer algo así? ¿O, al contrario, era una advertencia para que nadie fuera a reclamar? Mientras Elkin, el cerrajero, y yo buscábamos cómo reventar el candado de la llanta de repuesto, pues para colmo de males no tenía la llave, llamé varias veces a la puerta y al teléfono para hablar con el señor, sin respuesta. Mientras pasaban camiones de alto torque por la calle 19, a punto de rayar el carro, terminamos de montar la llanta y pude partir a averiguar si la llanta tenía arreglo: ninguno.

Ante este tipo de acontecimientos solemos dejar que las cosas pasen. “Es mejor evitar problemas y perder el tiempo, dicen unos. Los colombianos hemos aprendido la desesperanza ante la denuncia, “vale más ponerse a voltear”, dice otros. Y los hechos parecen demostrarlo con un Estado que procura recibir lo más y hacer lo menos. Pero personalmente me resisto a creerlo pues sé que ante la desesperanza surge la violencia. Así que pasé la piedra de mi corazón a mi cerebro y me dirigí a la Inspección de Policía de La Ceja, de donde me mandaron a la Secretaría de Tránsito, quienes a su vez me enviaron a la Secretaría de Infraestructura, Ambiente y Hábitat. De allí me mandaron a internet a poner la denuncia en el sitio web de la Alcaldía, así lo hice. ¿Pasará algo? Espero que sí.

Hoy, 28 de agosto de 2017, pasé de nuevo por la ruta del abogado y al ver que salía una pareja de la casa del legista, detuve mi auto (ya en el otro lado de la calle, por supuesto), y fui a hablar con él. Le comenté del incidente de la semana pasada y de otros más que me habían referenciado ese día, con las mismas consecuencias: llanta reventada, inservible. Me dijo con voz pausada que sabía de eso, y luego me informó que los rieles los había instalado el anterior dueño de la casa, donde él vive desde hace un año, y que había decidido dejarlos para evitar que los camiones le dañaran el filete de la acera.

Le dije que entendía su problema pero que me parecía que la forma de solucionarlo generaba un perjuicio indiscriminado, tal como lo hace una mina antipersonal que explota sin importar a quién afecta. Además tampoco había un aviso que advirtiera del riesgo. Conductores, ciclistas y peatones corren el riesgo de tropezarse y lesionarse permanentemente. Le pregunté si estaría dispuesto a responder al menos por parte del valor de la llanta, y de nuevo, con una parsimonia que ahora se confundía con el cinismo, me respondió que no.

Me despedí y me fui pensando en que más allá de este incidente, lo lamentable no es la posición de este vecino de La Ceja, sino que suele ser la posición de muchos vecinos en nuestro país que con tal de defender lo suyo no tienen reparo en causarles daño, por acción u omisión, a los demás. Rejas con puntas afiladas, que por poco le cuestan la vida a un primo cuando éramos niños, escalas con pendientes para que el carro entre fácilmente así se resbalen los peatones, cercas electrizadas sin aviso y piedras en los antejardines para cultivar esguinces y un sin fin de objetos que además de invadir y hacer inaccesible el espacio público, nos mantienen, como sociedad, en la triste filosofía de la mina antipersonal: no importa a quien dañe mientras lo mío se mantenga bien.