El verdadero problema del postconflicto en Colombia

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Me siento a conversar con un antiguo amigo del colegio que maneja los programas de cooperación de una importante agremiación regional y me dice: «a mí lo que me preocupa del postconflicto no son los 10 o 15 mil guerrilleros que se desmovilicen, sino los 300 mil integrantes de las Fuerzas Armadas que tienen que eliminar de la nómina». El gobierno no tiene ya cómo abrir un ministerio o viceministerio más, se ha comido hasta los rieles de sus locomotoras de la prosperidad y el aumento de los impuestos que propone podría ser el detonante final de una nueva crisis económica. ¿Qué va a hacer entonces para tapar el inmenso hueco fiscal de 12.5 billones de pesos?

El presidente ha salido a anunciar que eliminará algunas entidades estatales y recortará gastos de viáticos y publicidad para un ahorro total de 1 billón de pesos. ¿Y los 11.5 billones restantes? Por supuesto que gran parte la asumiremos los colombianos vía tributos. Recortarle a salud, a la educación o al programa bandera del gobierno Santos de viviendas gratis, no parece ser una opción razonable, ni electoralmente rentable si el presidente quiere mantener a sus lagartos lejos de las amenazas de un cambio de bando en las próximas elecciones. ¿Y de dónde sacará lo que quede faltando?

Posiblemente de la defensa vendrá el ahorro, tan pronto vaya terminando el proceso de negociación de La Habana. La inversión militar es un rubro muy alto en los gastos del presupuesto nacional. Tan sólo piense en lo siguiente: China con 1.357.380.000 habitantes tiene un ejército conformado por 2.3 millones de efectivos (un soldado por cada 590 habitantes) y Colombia con 48.321.405 habitantes tiene uno conformado por cerca de 600 mil efectivos (un soldado por cada 80 habitantes). Mientras el gasto militar colombiano representa el 3,4% del Producto Interno Bruto, el de China es del 2,1%, ubicando a nuestro país en el puesto 18 del gasto militar mundial con respecto al PIB (Fuente: Banco Mundial).

Históricamente cada vez que se elimina alguna organización militar, legal o ilegal, quedan a la deriva muchos miembros de éstas, llevándose consigo el conocimiento estratégico, el uso de armas y la capacidad de intimidar y hacer daño en las poblaciones, bien sea por pereza o por temor. En México el famoso grupo delincuencial de Los Zetas, es el resultado de una purga interna en las fuerzas militares, al igual que muchas de nuestras Bacrim. Investigaciones psicológicas han demostrado que los perfiles de los guerreros, más allá del bando ideológico al que pertenezcan, son muy similares en términos morales aunque el lenguaje oficial hable de asesinados y de dados de baja como categorías diametralmente opuestas.

Para entrenar a un soldado común, son necesarios cientos de ejercicios de razonamiento y condicionamiento que le permitan vencer el pudor natural que existe para dar muerte a otro congénere pero una vez se vence ese pudor es complicado reponerlo. Algunos seres humanos tienen una habilidad innata para torturar y matar, como sucede con quienes padecen el trastorno antisocial de la personalidad, pero me atrevería a decir que estos perfiles son la excepción y no la regla, en ejércitos como el nuestro. Incluso en las cárceles nuestras, donde he colaborado como psicólogo voluntario, he visto más déficits cognitivos que trastornos disociales o sociopatías. Valga aclarar que el pensamiento y comportamiento del militar puede ser diferente en algunos aspectos al del combatiente irregular pues se encuentra del lado de la norma, está individualizado y sabe que debe responder por sus actos ante la sociedad y la justicia.

Esta negociación con las Farc es especialmente difícil por la degradación a la que ha llegado su gente, y el conflicto mismo, después de décadas de violencia. Una cosa fue desmovilizar al M-19, que tenía una élite académica y no llevaba tantos años combatiendo, y otra muy diferente será hacerlo con las Farc, que llevan generaciones disparando; acostumbrados a secuestrar, traficar, vacunar y matar. Será complejo resocializar a tantos combatientes que aprendieron que había una forma rápida de conseguir dinero a montones y que además han tejido profundas relaciones con las zonas en las que viven y delinquen.

Pero también será difícil hacerlo con algunos miembros de nuestra fuerza pública. No seamos ingenuos y reconozcamos que algunos de nuestros policías y militares han descubierto este mismo atajo moral para hacer dinero, aprovechando sus privilegios y posiciones de autoridad. Por supuesto que no podemos generalizar y que hay muchas personas de altas calidades humanas dentro del ejército y la policía, pero también hay ovejas negras en los rebaños, a veces más de las que esperamos. Dentro de los cientos de casos descubiertos bástenos con recordar a Mauricio Santoyo, general de la Policía Nacional y jefe de seguridad del expresidente Álvaro Uribe, quien se declaró culpable de narcotráfico y de ayudar a las Autodefensas Unidas de Colombia, ante una corte de Virginia en Estados Unidos.

Si esta hipótesis se hace realidad, tendremos entonces a un número inusitado de combatientes desocupados, sumados a los paramilitares desmovilizados y los cientos de bandas criminales que delinquen en todo el territorio nacional. No serán todos, pero con una parte significativa de ellos tendremos desperdigados a un montón de excombatientes buscando nuevas formas de lucro. Un asunto nada despreciable para pensar en el futuro del postconflicto en Colombia. Como decía mi amigo al final de la conversación: «a la gente le preocupa que los cabecillas guerrilleros lleguen al Congreso de la República y para mí eso es lo de menos. Lo único que les puede pasar es que allí aprendan formas más sofisticadas de delinquir en compañía de nuestros senadores».